Placer y autodominio. Platón y Sócrates.

 

El siglo XX se ha tomado muy en serio la tarea de ver en lo sexual un tabú que había que derribar. De haberlo sabido, los griegos contemporáneos de Pericles se hubieran sorprendido de nuestra pretensión. Basta con invitarse al «Banquete» Platónico para comprobar que apenas hemos inventado nada respecto a la intensidad y gama en los placeres. Pero el griego aprecia, además, que el deseo de placer convierte el equilibrio humano en algo peligrosamente inestable. Desde Homero, desde Solón y  los Siete Sabios, una máxima en forma de advertencia  recorre todo el pensamiento ético de los helenos: «Nada en exceso».

Platón viajó a Sicilia varias veces y tomó nota de lo que se entendía por fida feliz en aquella isla: atracarse de comida dos veces al día, nunca acostarse solo por la noche, y todo lo que acompaña a ese tipo de existencia. Había sido invitado por el tirano Dionisio para redactar la Constitución de Siracusa. Pero, al ver el panorama, confiesa: «Aquel tipo de vida me desagradó profundamente». Con semejantes costumbres, nadie en el mundo puede llegar a ser equilibrado. Así, se hace imposible la sabiduria  y las demás virtudes. Y, por la misma razón, ninguna ciudad puede mantenerse en paz, por muy buenas que sean sus leyes, si sus habitantes vegetan paralizados por la pereza en todo lo que no sea comer, beber, y correr tras sus amoríos».

Ya está dicho: es un problema de equilibrio. Platón lo explica con belleza y plasticidad en el célebre mito del carro alado. El hombre es un auriga que conduce un carro tirado por dos briosos caballos: el placer y el deber. Todo el arte del auriga consiste en templar la fogosidad del corcel negro y acompasarlo con el blanco para correr sin perder el equilibrio. El tema del placer está candente en Grecia, y Platón no  lo liquida en un mito. Vuelve sobre él con insistencia.

En El Gorgias pone el manifiesto hedonista en boca de Cacicles. Esta será la gran respuesta de Sócrates a Cacicles:

«¿Afirmas que no hay que reprimir los deseos si se quiere ser auténtico, más bien permitir su mayor intensidad  darles satisfacción a cualquier precio, y qué en eso consiste la virtud? Entonces es terrible la vida de que me hablas. He oído decir a un sabio que el hombre de deseos insaciables es cono un tonel agujereado, que se pasa la vida intentando llenarse acarreando agua en un cubo igualmente agujereado».

Cacicles acepta la comparación del tonel y responde:

«No me convences Sócrates. Porque si el tonel se llena, ya no hay pena ni gloria, y eso es la vida de las piedras. En cambio la vida agradable consiste en eso: en derramar lo más posible.»

Sócrates se ve obligado a destapar su famosa ironía:

«Entonces, dime: si una persona tiene sarna y se rasca, y puede rascarse siempre a todas horas, ¿vivirá feliz al pasarse la vida rascándose? ¿Y, bastará con que se rasque sólo la cabeza, o también otras partes? Yo, por mi parte, pienso que el que quiera ser feliz habrá de buscar y ejercitar la moderación, y huir con rapidez del desenfreno. Creo que debemos poner nuestros esfuerzos y los del EStado en facilitar la justicia y la moderación a todo el que quiera ser feliz, en poner freno a los deseos y no vivir fuera de la ley por tratar de satisfacerlos. Porque un hombre desenfrenado no puede inspirar afecto ni a otro hombre ni a un Dios, es insociable y cierra la puerta a la amistad».

«Dicen los sabios, amigo Cacicles, que la sociabilidad, la amistad, el buen orden, la prudencia y la justicia mantienen unidos cielo y tierra, dioses y hombres, y por esa razón llamamos cosmos a toda la realidad, y no caos y desenfreno. Además, ¿no es cierto que los médicos permiten al hombre sano comer y beber lo que quiera, mientras que al enfermo le imponen una dieta? ¿Y no deberíamos hacer lo mismo con el alma?. Mientras está enferma por ser alocada, intemperante, injusta e impía, hay que apartarla de sus pasiones y no permitirle hacer otras cosas que aquellas que hayan de mejorarla, porque eso es lo mejor para ella».

LA FELICIDAD PARA ARISTÓTELES

Aristóteles nos habla de la felicidad como «tendencia hacia», es decir, un camino que nos puede acercar a aquello que nos hace felices. ¿Y qué nos hace felices?. Pues aquello que para nosotros es realmente importante. Nuestros valores, lo que para nosotros resulta fundamental en nuestra vida. ¿Y, cuáles son nuestros valores? Cada uno de nosotros tendrá que buscarlos de una manera activa mediante la reflexión y la puesta en práctica de los mismos.

Por ejemplo, el valor de la amistad. Como todos los valores importantes para nosotros debe fundamentarse en actos, actuando de forma concreta si es que realmente es importante para nosotros. Si no, es que simplemente nos importa muy poco. Yo puedo afirmar que para mí la amistad es una prioridad y que mis amigos siempre pueden contar conmigo. Eso sí, cuando tienen un problema, o cuando por otras razones no los creemos ya convenientes en nuestras vidas, porque ya no son tan buenos ni ricos como nosotros, les dejemos de lado, entonces estamos demostrando que la amistad es sólo un concepto vacío que nos hace sentir bien, no un valor real para nosotros. Si nos llama un verdadero amigo y nos pide vernos o hablar, no dudaremos en hacer los cambios necesarios en nuestra agenda para poder acudir con él. A veces no tendremos ganas porque el día ha sido muy duro y teníamos una cita con una chica preciosa e inteligente a la cual queríamos conocer. Pero lo  hacemos. Esto es amistad. Los valores, como todas las cosas importantes en esta vida, necesitan constancia y sacrificio. Todo aquello que es fácil, que no cuesta nada obtener, no suele tener ningún valor. Para quien el dinero le llueve del cielo y sus padres son muy ricos y le compran el último modelo de Ferrari, este coche nunca tendrá un valor real. Tendrá valor social y económico, pero no aportará nada profundo a su vida. Para el trabajador o para el estudiante que ahorrando se puede comprar su primer coche de segunda mano, un poco abollado, pero limpio y bonito, este coche representará la culminación de un esfuerzo y de un deseo. Esto dejará impregnada a esta persona.

En consecuencia, lo primero que deberíamos hacer, según Aristóteles, es saber cuáles son nuestros verdaderos valores, para luego averiguar hacia qué dirección orientar nuestra vida. Por lo tanto, si vemos que para nosotros el dinero, la fama y el reconocimiento público son nuestros máximos valores, pues dediquemos a ellos nuestra vida. Hagamos todo lo necesario para obtenerlos. Y no es necesario que nos engañemos; seamos conscientes de ello y sintámonos bien con lo que estamos haciendo. No tratemos de disimular nuestra manera de ser, eminentemente egoísta y centrada en nosotros mismos, con bellas palabras sobre los hijos, la familia y los amigos, y no llamemos a las maratones humanitarias una vez al año para poder decirlo luego a todo el mundo. No es necesario, no para ser feliz si nuestro valor es éste.

Ahora bien, podría suceder que nos haga sentir mal que sea nuestro principal valor. Si es así, podríamos dedicar un tiempo de reflexión a indagar por qué nos hace sentir mal y si realmente es eso lo que primamos para nuestra vida y para aquellos que teóricamente amamos.

Saber qué necesitamos para ser felices, qué queremos, qué valores tenemos y obrar en una dirección que tenga esto presente…Así de fácil, así de complicado. Simplemente se trata de hacer más cosas que nosotros valoremos. Dedicar a ellas más tiempo, más atención, más comprensión…, más protagonismo en nuestra vida. En la medida que lo hagamos, nuestra vida tenderá más hacia la felicidad. En la medida que nos alejemos de ellas, nuestra vida será más desgraciada.