André Comte-Sponville: la templanza

La templanza, que es la moderación de los deseos sensuales, es también el requisito para un goce más puro o más pleno. Es un placer lúcido, controlado, cultivado.

¿Es fácil de conseguir? Por supuesto que no. ¿Es posible? No siempre, ni para todo el mundo, lo digo por experiencia. Por eso la templanza es una virtud, es decir, una excelencia.

El intemperante es un esclavo, y tanto más desde el momento en que transporta a todas partes a su amo consigo. Es prisionero de su cuerpo, prisionero de sus deseos o costumbres, prisionero de su fuerza o debilidad. !Qué libertad estar sometido solo a la naturaleza! La templanza es un medio para la independencia, de la misma manera que ésta lo es para la felicidad. Ser templado es poder contestarse con poco, pero lo importante no es el poco, sino el hecho de poder y de contentarse.

El objetivo de la templanza no es sobrepasar nuestros límites, sino respetarlos. !Pobre Don Juan por necesitar tantas mujeres! !Pobre alcohólico por necesitar beber tanto!; !Pobre glotón por necesitar comer tanto!. ¿Y, de qué les sirve todo eso? ¿Y a qué precio? Se vuelven prisioneros del placer, en lugar de liberarse. Quieren más, siempre más, y no saben contentarse  ni siquiera con demasiado. Por eso los libertinos son tristes; por eso los alcohólicos son desgraciados.

¿Hay algo más felizmente limitado que nuestros deseos naturales y necesarios? No es el cuerpo el que es insaciable. La no limitación de los deseos, que nos condena a la carencia, a la insatisfacción o a la desgracia, sólo es una enfermedad de la imaginación.

La templanza es una virtud para todas las épocas, pero más necesaria cuanto más favorables sean esas épocas. Es lo contrario al desarreglo de todos los sentidos que tanto amaba Rimbaud. Es la prudencia aplicada a los placeres.

La templanza actúa sobre los deseos más necesarios de la vida del individuo (beber, comer) y de la especie (hacer el amor), que son también los  más fuertes y, por tanto, los más difíciles de dominar. Ni que decir tiene que no es cuestión de suprimirlos -la insensibilidad es un defecto-, sino sobre todo, y en la medida de los posible, de controlarlos, de regularlos, de mantenerlos en equilibrio, en armonía o en paz.

La templanza es una regulación voluntaria de la pulsión de vida, una sana afirmación de nuestra potencia de existir, como diría Spinoza, y especialmente del poder de nuestra alma sobre los impulsos irracionales de nuestros afectos o apetitos. La templanza no es un sentimiento sino una fuerza, es decir, una virtud. «Es la virtud que supera todos los tipos de ebriedad».

André Compte-Sponville

Pequeño tratado de las grandes virtudes. Espasa Calpe

El Crepúsculo del deber. Guilles Lipovetsky.

En esto reside la excepcional novedad de nuestra cultura ética: por primera vez, ésta es una sociedad que desvaloriza el ideal de abnegación y estimula sistemáticamente los deseos inmediatos, la pasión del ego, la felicidad intimista y materialista. Hemos dejado de reconocer la obligación de unirnos a algo que no seamos nosotros mismos. Se ha edificado una nueva civilización, que ya no se dedica a vencer el deseo sino a exacerbarlo y desculpabilizarlo: los goces del presente, el templo del yo, del cuerpo y de la comodidad se han convertido en la nueva Jerusalén de los tiempos posmoralistas.

Placer y autodominio. Platón y Sócrates.

 

El siglo XX se ha tomado muy en serio la tarea de ver en lo sexual un tabú que había que derribar. De haberlo sabido, los griegos contemporáneos de Pericles se hubieran sorprendido de nuestra pretensión. Basta con invitarse al «Banquete» Platónico para comprobar que apenas hemos inventado nada respecto a la intensidad y gama en los placeres. Pero el griego aprecia, además, que el deseo de placer convierte el equilibrio humano en algo peligrosamente inestable. Desde Homero, desde Solón y  los Siete Sabios, una máxima en forma de advertencia  recorre todo el pensamiento ético de los helenos: «Nada en exceso».

Platón viajó a Sicilia varias veces y tomó nota de lo que se entendía por fida feliz en aquella isla: atracarse de comida dos veces al día, nunca acostarse solo por la noche, y todo lo que acompaña a ese tipo de existencia. Había sido invitado por el tirano Dionisio para redactar la Constitución de Siracusa. Pero, al ver el panorama, confiesa: «Aquel tipo de vida me desagradó profundamente». Con semejantes costumbres, nadie en el mundo puede llegar a ser equilibrado. Así, se hace imposible la sabiduria  y las demás virtudes. Y, por la misma razón, ninguna ciudad puede mantenerse en paz, por muy buenas que sean sus leyes, si sus habitantes vegetan paralizados por la pereza en todo lo que no sea comer, beber, y correr tras sus amoríos».

Ya está dicho: es un problema de equilibrio. Platón lo explica con belleza y plasticidad en el célebre mito del carro alado. El hombre es un auriga que conduce un carro tirado por dos briosos caballos: el placer y el deber. Todo el arte del auriga consiste en templar la fogosidad del corcel negro y acompasarlo con el blanco para correr sin perder el equilibrio. El tema del placer está candente en Grecia, y Platón no  lo liquida en un mito. Vuelve sobre él con insistencia.

En El Gorgias pone el manifiesto hedonista en boca de Cacicles. Esta será la gran respuesta de Sócrates a Cacicles:

«¿Afirmas que no hay que reprimir los deseos si se quiere ser auténtico, más bien permitir su mayor intensidad  darles satisfacción a cualquier precio, y qué en eso consiste la virtud? Entonces es terrible la vida de que me hablas. He oído decir a un sabio que el hombre de deseos insaciables es cono un tonel agujereado, que se pasa la vida intentando llenarse acarreando agua en un cubo igualmente agujereado».

Cacicles acepta la comparación del tonel y responde:

«No me convences Sócrates. Porque si el tonel se llena, ya no hay pena ni gloria, y eso es la vida de las piedras. En cambio la vida agradable consiste en eso: en derramar lo más posible.»

Sócrates se ve obligado a destapar su famosa ironía:

«Entonces, dime: si una persona tiene sarna y se rasca, y puede rascarse siempre a todas horas, ¿vivirá feliz al pasarse la vida rascándose? ¿Y, bastará con que se rasque sólo la cabeza, o también otras partes? Yo, por mi parte, pienso que el que quiera ser feliz habrá de buscar y ejercitar la moderación, y huir con rapidez del desenfreno. Creo que debemos poner nuestros esfuerzos y los del EStado en facilitar la justicia y la moderación a todo el que quiera ser feliz, en poner freno a los deseos y no vivir fuera de la ley por tratar de satisfacerlos. Porque un hombre desenfrenado no puede inspirar afecto ni a otro hombre ni a un Dios, es insociable y cierra la puerta a la amistad».

«Dicen los sabios, amigo Cacicles, que la sociabilidad, la amistad, el buen orden, la prudencia y la justicia mantienen unidos cielo y tierra, dioses y hombres, y por esa razón llamamos cosmos a toda la realidad, y no caos y desenfreno. Además, ¿no es cierto que los médicos permiten al hombre sano comer y beber lo que quiera, mientras que al enfermo le imponen una dieta? ¿Y no deberíamos hacer lo mismo con el alma?. Mientras está enferma por ser alocada, intemperante, injusta e impía, hay que apartarla de sus pasiones y no permitirle hacer otras cosas que aquellas que hayan de mejorarla, porque eso es lo mejor para ella».

«Mi realidad no se adecua a mis deseos»

Siguiendo a Séneca, Botton nos dice que la realidad no está conformada de acuerdo con nuestros deseos. Tiene unos mecanismos propios y somos nosotros los que debemos acomodarnos a ella. ¿Cómo nos puede ayudar la reflexión filosófica a esta tarea? Haciéndonos ver las auténticas dimensiones de la realidad para que sea comprendida por nosotros de forma menos frustrante. La filosofía hace que el choque entre deseos y realidad no sea tan brusco y que dispongamos de más recursos para «esquivar» o «superar» el obstáculo que la realidad presenta. Séneca también insiste para ayudar a alejar las frustraciones en que debemos aceptar las cosas que no podemos cambiar porque, si nos obstinamos en no hacerlo, nos causarán más frustración.